El 19 de
octubre de 1997 yo tenía once años. Un día antes, como cada año celebramos el
cumpleaños de mi ama (madre en
euskera) en casa, concretamente su treinta y siete cumpleaños. No recuerdo
exactamente como fue aquel día, pero puedo recordar un sábado cualquiera de
aquella época en el humilde y obrero barrio de Astrabudua, a nueve páginas
(según el viejo callejero de mi padre, 9 km según Google) de lo que al día siguiente se llamaría museo Guggenheim
Bilbao.
Seguramente
bajé a la calle por la mañana a comprar el pan y dar una vuelta matinal por el
barrio. Pasé por delante de unas campas que hoy no existen y de la pequeña
huerta, de un vecino ya muerto, donde hoy se erige una plaza homenaje a un
antiguo cura del pueblo que sirve de pretexto para el negocio de garajes del
subsuelo. Mi aita (padre en euskera)
se tomó el café de costumbre en el bar de unos amigos, hoy ya cerrado, y volvimos
a casa para hacer tiempo con el olor de cuajada o arroz con leche que mi ama
preparaba con tanto esmero. Esos postres de casa, hechos con más cariño que
ingredientes, que te invaden de niño y no te abandonan nunca. Probablemente
maté el tiempo jugando con mi hermana o escuchando música de un viejo walkman de mi aita ya que, por aquel entonces, me había liberado de su dictadura
de Bonnie M y hacía mis pinitos, grabando en cintas-casetes, música de la radio.
Recuerdo que
durante todo ese fin de semana Bilbao estaba tomado por la policía. Desde el
balcón de mi casa (cercano al aeropuerto) se oía un ir y venir de helicópteros
de la Ertzaintza y los vehículos policiales poblaban los accesos a Bilbao.
Había venido un señor al que llamaban rey a inaugurar un museo que cambiaría el
devenir de la ciudad. Recuerdo que mi decepción al no ver en la tele a ninguna
persona con corona, como en mis cuentos, y al ver una especie de hierro
retorcido que llamaban obra de arte. Para mí, un museo era una casa donde había
cuadros y esculturas como el museo Bellas Artes, a donde me llevaba mi aita el
día de entrada gratuita para ver cuadros que no entendía pero que despertaban
mi imaginación. Me pareció también raro ver por la televisión a los señores de corbata paseando entre
hierros oxidados más propios de gente con mono y casco que de pulcros
aficionados al arte. “El ultimo barco botado en la ría” recuerdo que decían.
Por aquella época y con la inocencia a punto de quebrar, mi memoria no me
permitía saber que allí donde se erigía ese monstruo al que llaman barco, todos
los días miles de hombres y mujeres, familias enteras, fabricaban los navíos
que salían para hacerse al mar y pasaban por delante del balcón de mi casa.
Hoy quince
años después de aquello, en esta nuestra iÉpoca, con los iPhone, los iPods y los iTunes paseo por delante del famoso
museo con un sencillo mp3 como banda
sonora. Ya no es aquel viejo trasto que me hacia ensoñar con parajes
extraordinarios al ritmo de Hevia o que grababa en mi mente las letras de
Marea. Hoy un pequeño artilugio contiene muchísimas más canciones de las que mi
mente de 26 años puede recordar. Ya no lo utilizo para despejar mi mente sino
que, las más de las veces, me permiten aislarme del barullo snob y soez de la
gente en el metro. A mi lado, con una perenne lluvia tan nuestra, un par de
hombres de mediana edad pasean sin mirarse mucho ni hablar demasiado. Sus
zapatos lentamente chapotean en los charcos que aquí y allá decoran el paseo
despreocupados del paraguas que les aíslan del entorno. La mirada perdida, las
orejas gachas, hacia el suelo, las manos en los bolsillos de unos desgastados
vaqueros out esta temporada incitan a
pensar que tampoco tienen en que ocupar la mañana. Me recuerdan a los
protagonistas de los “Lunes al sol” solo que deberíamos llamarlo “Astelehenero euripean”
Foto
antigua de Bilbao. Al fondo a campa de los ingleses donde hoy se sitúa
el Guggenheim, delante del puente el astillero de euskalduna donde esta
hoy el palacio de congresos y el museo marítimo de Bilbao
Sigo andando
con la mirada puesta en el siguiente edificio fruto del enorme cambio de
Bilbao, el palacio Euskalduna. Qué gran contradicción que se llame así. Euskalduna
era el nombre de uno de los astilleros más grandes de la ciudad. Daba trabajo a
un montón de familias. Hoy el palacio da trabajo al personal de recepción y
limpieza y sirve para que el resto de la ciudad, la que pueda pagar la entrada,
se entretenga. No es que me moleste el llamado progreso, es que creo que a la
hora de progresar existen múltiples direcciones y no sé si se tomó la mejor.
Bordeando el Hotel Meliá, hoy prácticamente desocupado salvo esporádicas
convenciones, encamino el metro pensando en las fotos del antes y después del
efecto Guggenheim.
Han sido 15
años de cambio y embellecimiento de la ciudad. De recuperación de la ría y del
cese de emisión de contaminantes que estas fabricas producían. De “poner a
Bilbao en el mapa”. Ya no es ese Bilbao gris de gentes duras y nobles que en
las minas o los astilleros se encallaban las manos con sus herramientas. Ya no
existe el Bilbao de la canción de la sardinera que recorría la ría desde Santurce a la capital. Pocas manos se
curten hoy en la mar y el pescado, años a, viene desde puertos más lejanos que
el de Santurce en camiones. Dicen que el aire está más limpio, pero cuando me
bajo del metro, camino a casa de mis padres, veo que el número de coches en éste,
mi barrio obrero, se ha quintuplicado para una misma población. Aquí no hubo
burbuja inmobiliaria, rezan algunos, pero no hay más que pasear por entre las
calles que me vieron crecer. Casas y mas casas donde antes se cultivaban
tomates, Audis, BMWs, inmobiliarias ahora cerradas, peluquerías de esas que no
sabes si cortan el pelo o dan cubatas…
quizá hubo menos burbuja inmobiliaria pero aquí también nos emborrachamos de
crédito.
Museo Guggenheim y palacio Euskalduna desde una perspectiva contaria a la anterior foto
Al llegar a
casa no me sorprende el olor de ningún postre. Mi madre, al igual que la
ciudad, ya no hace las cuajadas ni el arroz con leche, lo compra ya hecho. Tampoco
ahora celebraremos el cumpleaños siguiendo recetas que con esmero y paciencia
mi madre, y ahora también yo, elaboramos para la familia. Ya no lo celebraremos
con comida de casa, comeremos fuera, en alguno de esos restaurantes que han
crecido como champiñones tras las lluvias. No hace falta reservar, siempre hay
alguna mesa libre. En cierta forma el efecto Guggenheim es una metáfora de lo
que nos ha pasado a toda la sociedad. Nos hemos dejado cortar las manos para
después hacernos la manicura, se nos ha olvidado trabajar con las manos,
producir, enriquecer la sociedad. Ahora laboramos muchas más horas, en
peluquerías, como camareros, como conductores de metro, haciendo camas en los
hoteles… industria del turismo lo llaman.
Hoy 19 de
octubre de 2012 y con las consignas electorales tronando por las calles los
editoriales de los periódicos se vanaglorian del acierto del museo. Pocos
hablan de la perdida de producción y riqueza real. Pocos mientan la escasa o
nula inversión en industrias propias, en I+D+I, en que el parque tecnológico de
Zamudio es una islita en mitad de un océano donde los beneficios siempre huyen
de la gente para ir a manos privadas. “Somos una ciudad de servicios” parece ser
la consigna de una ciudad y un pueblo donde otrora la roca, el metal y el mar
se fundían como mágicamente plasmó Chillida en El peine del Viento allá por
Donosti. Somos una ciudad que hoy vende al mundo un arte que ni siquiera
nosotros producimos. Lejos queda Ibarrola y su fantástico bosque de Dima,
Oteiza con su enigmático y creativo vacio o la melancólica pintura de Arteta. Preferimos
hierros que no producen, retorcidos y oxidados con los que sacarnos fotos. Garabatos
extraños que no comprendemos, que no podemos llevarnos a la boca. Trozos de
cosas olvidadas tiradas por el suelo en forma de arte que no aligeran la cola
del paro.
Hoy los
periódicos se felicitan de todo ello y avisan que el futuro pasa por Urdaibai.
El Guggeheim se queda pequeño y harán una “ampliación
discontinua”. Se ve que no basta con tener una joya natural gratuita y
propiedad de todos, tenemos que hacerla arte. Amputemos su virgen belleza para maquillarla
después.
Publicado en el diario EsHora