La navidad invade Málaga en una de esas tardes que los
lugareños llaman frías sin serlo realmente. Todo son luces y escaparates allí
por donde miro. Aquí y allá se ven a los niños corretear mientras sus madres
husmean escaparates pensando seguramente en la lista de regalos navideños
pendientes. Apenas hay brisa. Tan solo olores entre mezclados de castañas
asadas, almendras garrapiñadas y pan dulce de una máquina americana que
consigue aguar la boca de una niña absorta quien, frente al puesto, paladea el
aire.
Camino en conversación distraída por el centro,
callejeando entre las gentes y los ruidos de quienes se afanan por que entremos
en sus tiendas y tascas. Entre los cuerpos que se me cruzan, las gitanas me
ofrecen sus romeros y un joven con cara de haber vivido mas años de los que
cuenta, grita tener la suerte millonaria en los boletos de lotería que blande
orgulloso entre sus manos. Cruzando una esquina, una mujer vieja y arrugada
canturrea, como de corrido, que no tiene trabajo ni techo donde dormir. Sus
ojos me recorren de arriba abajo esperando, supongo, un ademán de atender a sus
súplicas, pero pronto cambia de objetivo.
Con las marcas de aquella mirada por el cuerpo, el grupo
que me acompaña se para en una heladería repleta de cremosos helados de colores
radiantes, casi radioactivos, innaturales. A todos nos apetece probar alguno de
inmediato, pero lo meditamos mejor: ya habíamos merendado demasiado. Al poco,
seguimos avanzando porque un joven de sonrisa profident trata de cautivarnos
para que colaboremos con una ONG. Tengo que decirle varias veces que no, lo más
educadamente que puedo para que escoja otra persona a la que abordar. Finalmente
se cansa, desiste y nos abandona. Avanzamos unos metros más y, tras varios
minutos de deliberación decidimos ir a cenar a un buffet que se encuentra a
unas calles de distancia. Sorteando vendedores, compradores y viandantes varios,
mi mirada topa con alguien que no encaja en toda la escena. Alguien que,
estando, no parece habitar el mismo lugar que todos los demás.
Se trata de una mujer de unos cuarenta años, treinta y
cinco mal llevados seguramente. Avanza desprovista de vitalidad entre la gente,
con la mano extendida adelantada sobre su cuerpo, pero sin fuerza. Su mirada
esta perdida entre la gente, no se halla en sus cuencas. Están mirando hacia
dentro, quizá hacia el interior de todos los demás. Gritan sin duda enmudecidos
a quienes le pasan por delante esquivándola como una farola cualquiera. Sus
pupilas tiemblan y brillan seguramente de apuro, quizá de vergüenza. No están
mirando a nadie pero tratan de hablarnos a todos. Su boca musita cosas
ininteligibles, no hay voz en ella. Se gira hacia una pareja que pasa por su
lado, sin demasiado brío, con poca gracia. No canturrea sus desgracias de
corrido, ni vende buena suerte. No está provista de una cara amable ni de un
olor apetecible. Sus ojos no son radioactivos, son de un negro apagado,
consumido.
La pareja le esquiva sin prestarle el menor caso, no ha
llamado su atención. La mujer invisible avanza, con los pies casi tan
temblorosos como sus manos, a pasos cortos, sin decisión ni destino. Con la
mano que no pide, se agarra la chaqueta del chándal, tiene frío, o quizá solo se
le esté encogiendo el estómago y trate de aplacar el rubor lleno de pena que le
invade. Me mira. Me petrifica. Su gesto no cambia, no hay motivación en su
rostro. Soy uno más que pasará a su lado solo para esquivarla. Miles de
pensamientos se acabalgan en mi mente y mi corazón, helado, brama en mi pecho
sin bombear, incapaz. Me está pidiendo que haga algo, quizá solo que la
atienda, que no pase de largo como si la mujer invisible no existiera. Pero mis
pies siguen su rumbo, no están recibiendo órdenes de parar y como un autómata
sigo haca adelante, avergonzado, pero sin hacer nada. La persigo con la mirada
mientras paso a su lado y me alejo. No me atrevo a parar, no sabría que hacer
si lo hago, pero tampoco tengo la valentía de sacar al grupo del
ensimismamiento absurdo, caprichoso y consumista que nos rodea. La mujer sigue
su destino sin rumbo, nada la detiene porque no está allí, porque la sociedad no la
espera.
Giro la cabeza y miro al frente. Repaso a la gente que me
encuentro al paso buscando complicidad, quizá comprensión. Puede que les esté
mirando con odio por no hacer nada pero, en realidad, a quien me quiero mirar, es a mí mismo con la peor de las miradas. Mis ojos se encienden, están
calientes, inyectados en dolor pero no lloran. Las lágrimas se han solidificado
junto con la sangre que ya no me calienta las venas. Soy yo y no el resto quien
no ha reaccionado, ni bien ni mal, sencillamente no he reaccionado. ¿Necesitaba
esa mujer un romero que vender? ¿Quizá lotería o un suculento helado? Algo
interrumpe mis pensamientos. La conversación que se estaba fuera me incluía
y estaba haciendo caso omiso a quienes me acompañaban. Habíamos llegado al
restaurante.
Odio el capitalismo, me digo mientras muerdo un trozo de
pizza que tengo frente a mi. Paladeo su sabor, al tiempo que me doy cuenta de
que también me odio a mí. Yo también consiento, aunque despotrique, aunque me
queje. Nada me diferencia de la pareja que antes pasó al lado de la mujer
invisible y que, en la distancia, hubiera mirado con odio, Quizá con la
altiveza intelectual de quién habla de moralidades bajo un techo caliente y una
nevera llena. Pido otro vaso de coca cola porque me cuesta hacer pasar esa
pasta prefabricada por el gaznate. Nada me separa de ser un hombre invisible en
las calles, solo una nevera llena. Neveras que se vacían a ritmos agigantados
cuando los vientos cambian de rumbo o se nos rasgan las velas. Sin embargo, un
abismo colosal me aleja de quien posee tantas velas y remos que ni cien
tormentas le harán zozobrar. ¿Por qué esquivé a la mujer invisible?
Pagamos a escote, con la tarjeta de crédito en la mano. De vuelta a casa, miro por entre las calles sin encontrarla. Como si pararme
ahora y tratarla como un ser humano arreglase algo las cosas. Como si fuese mas
importante acallar mi conciencia que cambiar mi actitud. Llego a casa presto a
planificar los pocos días de vacaciones que me quedan, sin dejar de pensar en
aquellos ojos desvitalizados. Me perseguirán durante días, pero yo no dejaré de
impulsar esta rueda trituradora de personas, al menos, hasta que termine mis
vacaciones, me digo. No en mis vacaciones. Como si recorrer, de pasada,
sin aprehender mas allá de la foto y el recuerdo, supusiera un cambio vital
trascendental.
Y me termino de pensar, escribiendo estas líneas.
Tecleando con dudas sobre por qué lo hago. Quizá me calme momentáneamente, pero
no cambiará mi odio por esta sociedad injusta y atroz. No cambiará mi odio por
mí mismo. Porque soy un consentidor más cuando esquivo gentes invisibles y me
abrazo a la purpurina casposa de la sobreabundancia y despilfarro innecesario
que deja, allá por donde pasa, miseria y desposeídos. No cambiará el hambre, ni
el hambre de justicia, escribir esto, pero tampoco leerlo mil veces. Quizá la
clave no esté en consolarnos, sino en atrevernos a sufrir las vidas de los
iguales. De aquellos que no son tan diferentes a nosotros, tan diferentes a mí.
Quizá la clave será dejar de pensarme a mi mismo con la nevera llena y empezar
a pensarme con la nevera compartida.
Espero no olvidar los ojos de la mujer invisible porque
son los de la dignidad de quien sale en busca de sus iguales. Espero no olvidar
sus ojos porque los míos son los ojos de la vergüenza mas profunda de quien
huye de sus iguales por pensarse de los del otro lado del abismo.