sábado, 10 de diciembre de 2011

Kemen (Ánimo)



En vaso largo, de sidra, el café con abundante leche se agota frío y reposado. Es el segundo ya de otra mañana como será la de mañana y como fue la de ayer. No son ni las once pero el sol aún no me ha descubierto despeinado y con las legañas puestas a través de una ventana que da al patio interior. Esta mañana no se me ha acelerado el pulso al ritmo del estridente despertador mañanero. Tampoco me he tropezado, descalzo, con la esquina traicionera del pasillo en búsqueda del baño donde aliviarme tras el poco reparador sueño de entre semana. Así pues tras desperezarme largamente y obligarme un día más a rastrear la red sabiendo que no voy a encontrar nada me encuentro delante de estas líneas viendo como se están escribiendo solas. Como un grito ahogado que no sale de mis dedos sino que penetra directamente en el papel digital de un portátil al que la batería ya no le funciona encamino la ducha, al fin y al cabo sigo necesitando unos mínimos, y dejo que el ordenador continúe escribiendo sensaciones y pensamientos que no salen de mí sino que, rebotados de cinco millones de mentes, rebotan entre estas esquinas que me ven arrastrarme cada día.

    Son muchos los que como yo esta mañana nada tienen que hacer. Vivir. Quizá ese sea el problema. Algunos decidimos que nuestro trabajo formaba una parte fundamental de nuestros ocios. Así hoy, de vez en cuando, disfruto como disfrutaran en su época gentes de alto grado intelectual en exposiciones de arte y snob variado, de conversaciones interminables sobre nuevos conceptos del dolor, ética sanitaria o ideaciones propias de una mejor gestión sanitaria cuando, en torno a un café con leche y hielo, frikis como yo se dejan pasar las horas. Vivir fuera del trabajo. Quizá algunos tampoco sabemos lo que eso significa. Cuando pasadas las horas laborales aun pagamos por ir a cursos que no serán reconocidos o exprimimos la semana para escuchar la sabia visión de algún pobre diablo a punto de retirarse con la sensación de que poco más ha podido hacer para mejorar el mundo. Separar ocio y trabajo. Quizá también por eso la gente, los amigos, nos miran raro y de reojo cuando regalamos nuestro tiempo para realizar algo que en otras lides sería remunerado. Trabajar. Desde luego ese es el problema. Ver pasar las horas muertas por las manecillas de un reloj de pared sonrojado de tanto ser observado. La agenda antes copiosa y abultada, llena de marcas y tachones, de escritos al margen para cuadrar un horario pleno y empachado, ahora mira como una pareja de mediana edad mira al otro lado de la cama, esperando una pasión que ya no recorre por la piel al tacto.

Ya de nuevo en la habitación, secándome, voy leyendo lo que el ordenador ha escrito y caigo en la cuenta de que no soy quien para quejarme. En el fondo mi posición habría sido un privilegio desmesurado en una sociedad loca que nunca ha premiado el esfuerzo sino la gracia de unos pobres diablos que. sabidos de una realidad aplastante, alimentan cada día una rueda que no cesa. No es que fuese yo una de esas personas orgullosas de no nutrir la maquinaria que nos está devorando y que hoy miran desesperanzados cómo, por mucho que gritan, siguen sin ser escuchados. Simplemente siempre me he conformado con una vida simple en cosas pero rica en conceptos. Labore si, pensare sobre todo. Sin gastar demasiado conseguía un rendimiento personal mucho mayor. Lógicamente mi trabajo en el hospital ayudaba. Con una carga laboral excesiva y un estrés agobiante pero que bien remunerado y con un horario asequible para alguien con mis veinticinco años, me dejaba un amplio margen de maniobra para soltar las bridas a mis inquietudes y que estas me llevaran allí donde el viento de la curiosidad soplase. 
 
Me acabo de sentar en la silla donde antes me esperaba el café y me he dado cuenta que me he vuelto a poner el pijama. Definitivamente no saldre a la calle. Podría enriquecer mis horas, dispongo del tiempo que tanto he clamado por tener, pero no sé hacerlo. Es realmente curioso como tardan las energías vitales en hacer acto de presencia cuando se tiene todo el tiempo del mundo y como aparecen de súbito, tras oler el café mañanero cuando tienes cronometrado el tiempo de pestañear. ¿Será que mi educación, subproducto manufacturado de esta lógica capitalista-productivista, hace que mi comportamiento y ánimo se desvirtúe? Mi situación dista en mucho de la realidad que por las calles puebla las aceras y, cómo no en esta cultura tan rica, los bares. Esta navidad serán muchas las familias que celebraran el nuevo año brindando con agua extraída de alguna fuente cercana para ahorrar. Sin embargo y salvando las distancias, comienzo a entender aquello que se repite una y otra vez en las asambleas ciudadanas: los parados no se movilizan y son los que más razones tienen. 



Durante este mes y medio que no he trabajado mi ánimo y ganas de emprender acciones ha ido mermando progresivamente a la misma velocidad con la que mi cerebro ha dejado de distinguir un día de otro. Los días iguales, las mismas rutinas, las búsquedas en infojobs que no llevan a nada, los cursos de “reciclaje” donde se lucran los mas pillos y pagan los mas ansiados de emprender el viaje hacían un nuevo rumbo laboral en cuyo horizonte se ven los mismos nubarrones negros que ya han visto antes en horizontes propios. Termina por agotar. ¿Por qué no aprovechar para estudiar idiomas? ¿Para ir al gimnasio? ¿Para leer? Todos tienen soluciones pero la realidad es la misma… la agenda, gastada por el uso, ahora coge polvo. Y no es que uno no quiera, no es cuestión de conformismo, es que después de muchas decepciones tras atisbos de entrevistas de trabajo merman la capacidad de calentar motores y pisar el acelerador a fondo. Supongo también, que la desesperación de ver unos niños en casa que, sin saber aun que pasa en el paralelo mundo de los mayores, siguen demandando atenciones y cuidados que, aún no siendo caros, agrietan el ya de por si ajustado presupuesto.

Con los ecos de tantas voces sobre mi cuarto y sin ganas de hundir el ánimo de quien lea, decido arrastrarme hacia la cocina para hacer inventario y reponer una despensa que no entiende de desempleo. De pronto suena el teléfono. Son las once y media y es un número oculto el que me requiere al otro lado del pasillo. Con ansia corro a descolgar. Por fin en alguna de las muchas empresas se han acordado de mí. Será un trabajo corto, de periodo vacacional, suficiente para desempolvar habilidades en proceso de oxidación. Cuelgo el teléfono airado. No quiero cambiarme de compañía telefónica. He pagado mi desilusión con un teleoperador que necesitaba un cliente más para llenar el cupo de la semana, para no ser despedido, que no tiene la culpa de lo que al otro lado de la línea sucede. Que fácil hubiera sido hacerle la agria mañana algo más sencilla. Ojalá tenga suerte la próxima vez.

Termino el inventario pero no quiero salir a comprar. Aun me quedan macarrones que con agua y sal comienzan a ser parte habitual de una dieta que cada semana pierde enteros en complejidad. No por falta de economía sino por desanimo en la cocción. Que más da agradar un paladar que es el propio. Hasta la comida se ha vuelto perezosa, ya solo cumple la función nutritiva que, con todo, es la única esencial. Es horrible la sensación de hambre cuando el mayor esfuerzo que se hace es recorrer el largo pasillo para sentarme en el sofá y encender el televisor.

Una nueva llamada. Son las doce, el clásico horario comercial presagia algo bueno. No me quiero ilusionar puede ser cualquiera. Tantas posibilidades hay de que sea mi madre como recursos humanos de cualquier hospital o clínica aunque, ahora que lo pienso, en número son más las clínicas y hospitales que familiares que ahora mismo no trabajen. Es un amigo, también en paro.
-          Buenas ¿echamos una caña en la bar de abajo?
-          ¿Ahora?
-          Bueno o sino en un rato… ¿tienes algo mejor que hacer?
-          Es que… bueno…- De repente miro el taco de cincuenta curriculums que repartiré de nuevo a la mañana siguiente. Como cada semana.- No me apetece mucho la verdad. ¿Viene alguien más?
-          Eres el primero que llamo pero fijo que alguno más se acerca. Ya sabes cómo son… unas cañas, son unas cañas
-          Bueno… no me apetece nada la verdad. ¿Vas a hacer algo esta tarde?
-          Lo de siempre, pásate por la lonja y echamos unas plays
-          Bueno, ok. Hablamos sino por facebook luego. Adios.
           

             Cuelgo sin saber muy bien donde dejar el móvil. Los curriculums me miran con los ojos de un niño que quiere bañarse en la piscina nada mas comer. Imploran actividad. Los cojo como si quisiera calcular su peso, su tacto. Repaso sus líneas comprobando de nuevo si hay faltas de ortografía o erratas. Quizá deba salir ahora y comenzar a buscar nuevos sitios donde entregarlos. Quizá mejor mañana, nadie me va a llamar ya hoy.

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