Es
muy curioso cómo, tras el partido de Villarreal-Celta, quien más y quien menos
se llevaban las manos a la cabeza y se rasgaba las vestiduras. “¿Cómo es posible que alguien lance un bote de
gas lacrimógeno al campo?” Se pregunta uno en el bar donde desayuno, “es increíble, no hay derecho” contesta otro más allá, “a ver si pillan al desgraciado ese y le meten un buen paquete por
gilipollas” sentencia el camarero. De pronto, como inspiración divina se me
ocurre intervenir “Pues anda que cuando
los lanza la policía… a los de Melilla solo les falto tirar botes de esos a los pobres inmigrantes…” No hay respuesta.
Como mucho un silencio incomodo hasta que se cambia de conversación. ¿Cómo se
me ocurre comparar el material antidisturbios contra unos negros que a nadie le
importa con el uso para reventar la “fiesta” del futbol?
Y
es que el problema está en eso, en la fiesta. Perturbar la “fiesta” del futbol
es un sacrilegio, poco importa los desmanes que este negocio/deporte lleve
asociado. Como perturbar la “fiesta” del toro o los excesos de la fiesta del
ladrillo que todos hemos vivido. Porque al final, en el fondo, todas estas “fiestas”
no dejan de ser cortinas de humo. Humo como el que sale de algunos botes para
defender la “fiesta” de la democracia, que son lanzados por los mismos que protegen
a quienes tras la “fiesta” de la vida urden planes para recortar libertades a
las mujeres.
Quizá
todo sea porque nos quieren tener en una fiesta continúa. Quizá porque saben que
de fiesta uno no piensa ni profundiza pero se entretiene tanto, que acaba
exigiendo vivir en permanente fiesta. Da igual que sea para divertirse que para
protestar: que nos roban la sanidad o nos recortan el sueldo hagamos una fiesta
batuka en mano o al ritmo de una cadeneta que seguro que con nuestra “fiesta”
conseguiremos cosas. Y es que al final, la fiesta, como los botes de humo, solo
sirven para formar cortinas tras la que tapar la realidad.
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